El tren se acerca a
la estación de Oviedo. La iluminación de la ciudad no permite observar si
hay estrellas en el cielo. Tengo poco tiempo para detenerme ahora en otros
pensamientos. Mañana mismo me marcharé a un balneario. Tampoco se me ocurre pararme a pensar si
algo importante he olvidado en esta tan íntimo y significativo viaje. Pero
la noche será acogedora, estoy seguro. Una vez en la ciudad, aprovecharé
las horas para volver a la felicidad primera. Pero sin pararme en
pequeñeces, y disfrutaré sintiéndome en casa. Cuando ya no estás en el
tren, sólo la casa posee el valor de evocar ese amor tan necesitado por la
experiencia.
¡Qué difícil resulta terminar como uno quisiera! Empecé a recordar y no
soy capaz de terminar... Ya casi parando en la estación, me debato entre
las tensiones primeras. Estoy aún entre tanta luz, que los pasos del
trayecto agrandados se han vuelto laberinto. Temo terminar esta noche con
la impresión de que es más lo que no sé de mí mismo que lo que no conozco.
Pero también creo que lo que ahora se me viene a la cabeza sea como esa
última tentación que haya de rechazar. Pensaré en otra cosa.
Este tren bien me ha enseñado que la mayoría de mis experiencias son
inexplicables de modo exclusivamente racional. Esta noche sentiré toda la
felicidad de mi mundo. Mi paz siempre tuvo que ver más con los cálidos
sentimientos vividos en el tren y luego traídos a casa, que con la fría
realidad externa. Creo que mi pasión nunca fue la indiferencia. Y éste no
es el cumplido que me gustara oír en la soledad. ¿Para qué?
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